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Pero más allá de sus logros está su talante personal. De una ética laica, tradición familiar, escrupulosamente observada sin remilgos, una apertura inflexible a las causas justas y un respeto irrestricto al prójimo – una persona con quien convivir.
Cecilia Ridaura salió de España caminando al año y meses de edad. Bueno, caminando es un decir, seguramente con ayuda, y en gran parte en los brazos de su tía ad honorem Amparo Moll (de García Balari, a la postre asentados en Puebla) natural de Parcent, Valencia.
Huían de España y de una guerra perdida. Salieron a pie por Puigcerdá, en los Pirineos catalanes para llegar a una Francia agobiada por el exilio masivo español. Cecilia recaló con una familia que la acogió en Marsella, mientras que sus padres, también valencianos, ambos médicos y ambos miembros del ejército, salían, dispersos, también a la Cataluña francesa. Él, Vicente Ridaura, de Carlet, a los campos de concentración frente a las playas de la Occitania; y ella, Cecilia Sanz, de Xátiva, de asistente en el Hospital de Saint Louis en Perpignan habilitado para la atención a los refugiados.
Meses después, al concretarse la posibilidad de zarpar en el Sinaia, el primero de los varios buques de este exilio español, la familia se reintegró, Cecilia fue recuperada de Marsella, no sin cierta renuencia de la familia que la había acogido y se había encariñado con ella, y zarparon del puerto francés de Sete el 25 de mayo del 39.
Tras una apoteósica recepción en Veracruz el 13 de junio de 1939, dispuesta por el presidente don Lázaro Cárdenas (figura icónica en el santoral del exilio español) y una breve estancia en la Ciudad de México (la calle de Ernesto Pugibet resuena en el anecdotario familiar) y por el antecedente de que don Vicente Ridaura había manejado problemas de paludismo en el frente del Ebro, se radicaron en Tampico, en ese tiempo zona palúdica. (Figura 1)
Los primeros recuerdos de Cecilia son de Tampico y sus primeras letras del Colegio Cervantes, mínima escuelita creada por refugiemos que se convertían en parte de la familia. La familia creció; ya nacidos en Tampico llegaron: Rosalía, doctora en física, profesora en Facultad de Ciencias. Isabel, médico Universidad de Tamaulipas, Vicente, químico del Tec de Monterrey, doctorado en Vancouver. Las prematuras muertes de los dos menores, Isabel y Vicente dejaron dolorosas heridas que no cicatrizan.
Cecilia, en su vida escolar, fue una niña empollona, lo que aquí llamamos: “una matadita” Siempre sacó 10 en todo, salvo en educación física, que detestaba. Nunca aprendió a patinar ni a andar en bicicleta y nunca se interesó en ningún deporte. La única actividad física que le interesó, y la practicó asiduamente como placer, fue la natación – en fin, niña de puerto. Al decidirse por Medicina, Cecilia ingresó a la naciente escuelita de medicina que se había creado en Tampico y se graduó con honores. Sus padres habían decidido que, siendo ambos catedráticos de dicha escuelita, era imposible que la hija estudiara medicina en otro lugar. Sus dos hermanas menores se las arreglaron para escoger carreras, física y biología, que no se daban en Tampico y partieron, felices, a estudiar en la UNAM, para gran envidia de Cecilia que hizo toda la carrera como hijita de familia.
Al acabar la carrera, decidió especializarse, para mi fortuna, en anatomía patológica y llegó, por fin, a esta Ciudad de México, a la Unidad de Patología de la UNAM en el Hospital General de México bajo nuestro maestro Ruy Pérez Tamayo. Allí nos conocimos y ya no dejé que se me fuera. (Figura 2)
Hicimos juntos la especialidad, nos casamos, estuvimos de postgrado en la Universidad de Kansas y regresamos a México al recién inaugurado Hospital del Niño de la IMAN, ahora nuestro Instituto Nacional de Pediatría, del que somos fundadores y en donde seguimos, seguíamos, hasta la fecha.
Al mismo tiempo generamos una familia. Buena paridora, mientras trabajaba tuvo cuatro partos rápidos y sin complicaciones. Los hijos, todos cincuentones – Cecilia con doctorado en letras, profesora de la UNAM, Adriana, comunicóloga, en el laboratorio de multimedia de la UNAM, Ruy, médico, internista de Nutrición, con doctorado en Harvard, dedicado a la Salud Pública, y Santiago, agrónomo con doctorado en Wageningen, Holanda, en proyectos internacionales de desarrollo. (Figura 3) Fundaron a su vez sendas familias que han sido el beneplácito de sus ancianos progenitores, ahora nosotros. (Figura 4)
En su larga y hasta el final activa carrera de patóloga pediátrica hizo muchas cosas, resolvió muchos problemas, formó muchos pediatras y patólogos, participó en asistencia, enseñanza, investigación y enriqueció la vida de propios y extraños. Jefa de Servicio de Patología Post-morten en el Instituto Nacional de Pediatría y profesora titular del Curso de Especialización en Patología Pediátrica de la UNAM, Profesora de Neuropatología en la Maestría en Desarrollo Neurológico de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), perteneció a la Academia Nacional de Medicina y al Sistema Nacional de Investigadores (SNI).
Pero más allá de sus logros está su talante personal. De una ética laica, tradición familiar, escrupulosamente observada sin remilgos, una apertura inflexible a las causas justas y un respeto irrestricto al prójimo…una persona con quien convivir. (Figura 5)
Quisiera abundar en tres aspectos puntuales: su compromiso institucional, su claridad mental y su acendrada estructura ética.
Su compromiso institucional
Cecilia llegó aquí, al Hospital del Niño de la IMAN a principios de julio de 1971. Tras cuatro años en Estados Unidos, veníamos ansiosos de reintegrarnos a la patria “impecable y diamantina”. Aquí encontramos viejos amigos y rápidamente hicimos nuevos. Muy pronto Cecilia dijo: “este es el lugar donde quiero trabajar” y fue exactamente lo que hizo. No salió de aquí, extendió su campo de acción a la vida académica, intensamente en la UNAM y en la UAM, pero todo aquí, en su hospital. Su presencia y permanencia en Patología condujo a que se le identificara con Patología. Ella era Patología y Patología era ella. Siempre estaba aquí, a todas horas, se adelantaba a las necesidades y hacía frente a los problemas. Era realmente su vida.
Y su personalidad y temperamento moduló el ambiente de su grupo de trabajo. El grupo de Patología, monolítico, si bien con opiniones diversas y desacuerdos cotidianos, nunca con animadversión, nunca con grupos enconados ni individuos marginados. La presencia de Cecilia propiciaba la discusión racional y la discrepancia cortés. Aquí vemos a Cecilia con su grupo, antes de su última caída y su larga y penosa hospitalización. Se ve muy pequeñita. Pero bueno, cuatro caídas, una más que el viacrucis, y tres cánceres, no contemplados en el viacrucis, curados, pero que condujeron a dos regímenes extensos de radioterapia, a cirugías y quimioterapias, que por fin acabaron con esta máquina tan perfecta que fue Cecilia. (Figura 6)
Por tradición familiar, nunca fue individualista. Siempre privilegió a la colectividad. Y todo esto nunca lo hizo buscando un beneficio personal. Su estrategia vital nunca fue competitiva; más bien sentía que lo importante era que todo el grupo jalara junto.
Este espíritu también se ejercía en las agrupaciones gremiales a las que perteneció. La Asociación de Investigación Pediátrica (AIP), la Asociación Mexicana de Patólogos (AMP), las Sociedad Latinoamericana de Patología (SLAP) y la Latinoamericana de Patología Pediátrica (SLAPPE), de la cual fue fundadora; presidió todas ellas y los congresos que organizó en cada una fueron memorables. Su capacidad de limar asperezas y lograr consensos era reconocida.
Su claridad mental
Era muy inteligente. Aprendía muy rápido y recordaba lo aprendido. Pero aquí estamos llenos de gente muy inteligente. Lo asombroso era la claridad de su pensamiento. Inmediatamente notaba la parte endeble de un planteamiento, la falsedad en una argumentación y la intención solapada en una propuesta. Y defendía sus posiciones científicas, políticas y sociales sin alterarse ni levantar la voz; su voz que además era muy clara y agradable de escuchar.
Era notable como, en las reuniones de la AIP, donde se presentan trabajos de lo más diverso, algunos muy alejados de nuestra actividad cotidiana, y que pocos entendían, Cecilia, que sí los escuchaba con atención, hacía al final la pregunta crucial que resultaba en que el ponente, al explicarlo lograba que todos lo entendiéramos. Y no lo hacía por hacer presencia ni por lucirse; simplemente preguntaba lo que no le había quedado claro.
Su acendrada estructura ética
El tercer punto, y creo el más importante era su acendrada estructura ética, mamada claramente en el entorno familiar, y totalmente desvinculada de cualquier fundamento religioso. Lo que hacía nunca fue para ganarse el cielo ni para evitar el infierno; no creía ni en uno ni en otro. Siempre generosa con todos, aun con quienes no estaba de acuerdo, siempre respetando al prójimo, nunca se aprovechó de nadie. Tenía un sentimiento infalible de justicia y militaba en las causas que consideraba justas, sin ninguna intención de ganancia personal.
Y por fin nos dejó, tras compartir muchos momentos gloriosos, gozosos y dolorosos. Yo opino que en este planeta debemos salir en el orden en que entramos. (Figura 7). Cecilia se adelantó. No por mucho, pero se adelantó.
Pero nos queda su memoria y su legado. Que nuestros recuerdos y sus aciertos nos impulsen a ser un Instituto cada vez más sólido, más dinámico y cohesivo, consciente de su pasado y abierto al futuro. La muy acertada disposición de nuestra Directora General, la Dra. Mercedes Macías, de otorgarle el nombre de Cecilia Ridaura a nuestras ya históricas Sesiones Anatomoclínicos es consonante con esa visión. Cecilia siempre defendió y promovió las sesiones anatomoclínicos como una actividad colectiva de enseñanza continua y esta distinción nos obliga a todos los que en ellas participamos, a hacerlas de una calidad excepcional. Hagamos eso y mucho más. Sigamos por ese camino.
Cecilia Ridaura Sanz
Valencia, España. 27 de diciembre 1937.
Tampico, México. 13 de junio, 1939.
Ciudad de México, México. 19 de septiembre, 2024.